El otro día recordé una anécdota que me paso hace unos meses.

Me llamó una persona con acento calé, pidiéndome cita para consultarme sobre la autenticidad de un documento. Sus explicaciones resultaban un poco chocantes y confusas, en parte también por su acento un tanto cerrado, así que quedé con ella personalmente para ver si conseguía aclararme mejor de lo que quería en concreto.

El día del encuentro aparecieron por el despacho dos hombres jóvenes, con una evidente apariencia gitana.

Uno de ellos llevaba la voz cantante. Me explica que a su primo (el que le acompañaba) le acusaban desde otro clan familiar de haber firmado un papel aceptando la entrega de un dinero, comprometiéndose a devolverlo en un plazo fijado, un dinero que todavía no había devuelto. A su vez, el acusado negaba tal cuestión, pero también decía que no estaba seguro de si dicha firma era la suya o no, y que en todo caso no se acordaba de haber firmado el papel.

En vista de ello, procedí a realizar un cuerpo de firmas a esta persona, y les comenté que tendría que hacer posteriormente un cotejo con la firma cuestionada, para concluir si podía ser su firma o no. Para ello, les expliqué, haría esta prevaloración y si, finalmente, no era su firma, podría hacer entonces un informe pericial al respecto, como prueba para demostrar que efectivamente era así.

Ambos estuvieron de acuerdo en ello, y después de realizar el cuerpo de escritura me comentó el más hablador que en realidad ellos tampoco necesitarían un informe pericial como tal, y que les bastaría con esta prevaloración oral que yo les proponía. Les comenté que si querían demostrar su inocencia, el único modo sería por medio de una pericial caligráfica, la cual podrían enseñar a la otra parte para intentar llegar a un acuerdo, y si el asunto fuera adelante, acudir por supuesto a los tribunales con ella en el caso de que se presentara una demanda.

Me comentaron que no me preocupara, que este asunto en ningún caso acabaría en los tribunales. Ellos únicamente necesitaban que yo, como profesional, dijera si la firma pertenecía o no a esta persona. Me pidieron si estaba dispuesto a recibir en mi despacho al consejo de ancianos y al patriarca de los gitanos en Bilbao, para comunicarles lo que yo concluyera en mi análisis. Decían que entre ellos estos temas nunca se resolvían en los juzgados. Lo que yo dijera al consejo de ancianos, estos lo harían cumplir. Si fuera su firma, su familia tendría que responsabilizarse, y si no lo fuera, sería la otra familia la que tendría que conformarse con este veredicto contrario.

Les dije, por supuesto, que no tendría inconveniente alguno en recibirles (habría que verme la cara en ese momento, con la boca abierta y los ojos como platos…). Ya me estaba imaginando en mi despacho (no todos, por que no cabrían…) al consejo de ancianos y a su patriarca, sentados, con sus sombreros y sus garrotas pendiendo de sus manos, y yo explicándome…

Quedamos, por tanto, en que en un par de días les llamaría para comentarles lo que había visto. Tal y como fue mi primera impresión, corroboré tras el estudio que la firma sí había sido hecha por esta persona.

Quedé de nuevo con ellos para explicarles mis conclusiones, y reconociendo el chaval que sí podría ser posible que lo firmara, pero que no se acordaba en absoluto de ello. Su compañero le miraba echando rayos por los ojos. Estoy convencido de que en el fondo sabía que él había firmado el documento, pero que le albergaba alguna esperanza de que no fuera así.

Llegando la hora del pago por el trabajo realizado, no se les ocurrió otra cosa que pedirme alguna rebajilla sobre el presupuesto que les hice (supongo que en su caso serán gajes del oficio), dado el resultado negativo para sus intereses. Evidentemente me negué, aduciendo que el trabajo me costaba lo mismo independientemente del resultado.

Al final, abonaron la minuta con cara de resignación, pero sin mencionar la posterior cita prometida con el consejo y su patriarca. Creo que fueron en busca de otro perito payo que les dijera lo que querían que escuchasen estos…